En sus propias palabras… Vida

Entrevistas (1)

…el doctor Velasco era un ser excepcional… podía meterse al Ecuador en el bolsillo… Lanzó sobre [él] un océano de palabras nunca visto, y en ese océano nos ahoga­mos todos… Por eso es que a mí me dan miedo esas borracheras del pueblo ecuatoriano. Yo creo que algún pa­rentesco directo hay entre Velasco Ibarra y el diablo.



1988

Dibujo de  Bolívar Mena Franco, c. 1950

Entrevista por Adrián Bonilla y Alexei Páez

 (Entrevista presencial, grabada, transcrita para su publicación).

Difusión Cultural (Banco Central del Ecuador), no. 8, octubre de 1988.


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Alejandro Carrión, mejor conocido como el “Juan sin Cielo” de la época de mi doctor Galito, siempre será el personaje ideal para suscitar polémicas y comentarios a baja voz: rebelde, incendiario en su juventud, ahora decla­ra parecerse a un río que vuelve a su cauce natural, que se encuentra en pleno camino hacia la felicidad y se muestra contento de sí mismo bajo su envoltura de “buen burgués”.


Más allá de creer en sus propias afirmaciones, en esa iro­nía afilada por los años, valerosa por cierto, pues la arroja sobre su propia imagen, Carrión ha logrado mantenerse en pie a lo largo de cincuenta años dentro del ambiente cultu­ral y social ecuatoriano. Mucho ha tenido que ver en ello su envidiable capacidad para escribir “a lo ecuatoriano”, “tal y como se habla”, haciendo que coexistan como la uña y la carne, las ideas y las palabras.


Apreciado, polémico, odiado, contradictorio, Carrión puede ser ese amigo o rival inteligente que uno espera en­contrar en una reunión, en la página de un periódico o de una revista. Este diálogo con Alejandro Carrión estuvo pen­sado para recoger las declaraciones del escritor como testigo de la época, antes que buscar confrontarlo. De algún modo se realizó un itinerario que va desde los años treinta hasta nuestros días, hubo varias paradas, apuntes de entrada y de salida, en los que paulatinamente surgirían personajes y asuntos de la cultura, política y sociedad.



NOS ENCONTRÁBAMOS EN PLENA ÉPOCA DE LOS “ISMOS”



DIFUSIÓN CULTURAL (D. C.). Quisiéremos conocer algunos as­pectos de su larga trayectoria en la cultura y respecto de la sociedad ecuatoriana. Para empezar, usted se traslada aún muy joven de Loja a Quito, ¿qué impresiones le produjo es­te cambio de residencia?


ALEJANDRO CARRIÓN (A. C.). Acababa de pasar la guerra de los cuatro días, la ciudad estaba toda agujereada, llena de balazos por todas partes, y la gente estaba llena de historias: los heroísmos, las tragedias, y además se estaba organizando el nuevo gobierno. Vine a terminar mi secundaria por inicia­tiva de mi tío Benjamín, quien convenció a mi papá de que continuara mis estudios en el Colegio Nacional Mejía. Él era Ministro de Educación en el gobierno del doctor Al­berto Guerrero Martínez.


D. C. Estamos hablando de los años treinta, una época extremadamente conflictiva...


A. C. Sí, el comienzo de la era velasquista. Ahí nació su primera candidatura [la de J. M. Velasco Ibarra], que fue derrotada frente a la de Martínez Mera; también se dio la primera candidatura socialista, la de Carlos Zambrano, quien también fue Ministro del señor Martínez. Bueno, yo entré al colegio e inmediatamente me relacioné. Había trabajado antes, a los catorce años, en la revista hontanar de mi colegio en Loja, y aquí en Quito, entré automáticamente al grupo Elan, allí estaban los escritores más famosos de la época: Jorge Fernández, Ignacio Lasso, Humberto Vacas; más tarde se integraron escritores de otras partes: de Cuenca, Augusto Sacotto, Alfonso Cuesta y Cuesta; del Guayas, Pedro Jorge Vera; de Esmeraldas, Nelson Estupiñán Bass; un grupo de Latacunga formado por Atanasio Viteri.


D. C. ¿Cuáles eran sus influencias literarias?


A. C. Nos encontrábamos en plena época de los “ismos”, de las vanguardias. Una de nuestras biblias era Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo Latorre. Leíamos a Tristán Tzara, el creacionismo de Vicente Huidobro y de Rafael Cansino. Éramos felices, escribíamos en letras mi­núsculas y firmábamos con minúsculas. Nos creíamos unos personajes extraordinarios.


D. C. ¿Se alimentaron de la revista Sur, de Victoria Ocampo?


A. C. ¡No, no, no, absolutamente nada! Nuestra formación era directamente con España. La revista Sur había sido una publicación muy importante para nuestros antepa­sados inmediatos, o sea para la generación de Gonzalo Es­cudero, Jorge Carrera Andrade, Miguel Ángel León, quienes desde luego, eran muy amigos nuestros. Nosotros en ese en­tonces éramos muy muchachos. Sacamos la revista Elan, y luego fundamos el “Sindicato de Escritores y Artistas”, el cual tenía una condición muy divertida: no podían ser miembros quienes eran mayores de treinta años porque ya eran demasiado viejos. Así nos parecía, pese a que había muchos que eran señores muy importantes y nosotros sola­mente una partida de guambras cagados. Después los deja­mos entrar… llegaron Jorge Icaza, Jorge Reyes, entraron los de Guayaquil. Este último grupo no era de “cinco” —de ninguna manera—, no sé porque Alfredo Pareja ha inventa­do aquello: al principio se componía única y exclusivamen­te de Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara y En­rique Gil Gilbert.


D. C. ¿Y Alfredo Pareja?


A. C. Ahí estaba de secretario de la Señorita Ecuador, y no tenía tiempo de entrar al Partido Comunista y empe­zar a gritar.


D. C. ¿Y José de la Cuadra?


A. C. José de la Cuadra… se me había olvidado. De la generación anterior, muy serio, muy diferente a ellos. De manera que no había tal cosa…


D. C. ¿Existió algún nexo entre la vocación política de los miembros de la generación del 30 y su obra literaria?


A. C. No. Los del grupo Guayaquil eran esencialmente mu­chachos del Partido Comunista, no sé si afiliados o no, pero actuaban como militantes… por lo menos Enrique Gil y Joaquín Gallegos, porque Demetrio [Aguilera Malta] no podía dedi­carse totalmente a la carrera política puesto que tenía que ganarse la vida. A José de la Cuadra, por ejemplo, le sor­prendería profundamente que lo llamen miembro del “Grupo de Guayaquil”.


D. C. ¿Se podría pensar en una escisión en la producción literaria de la generación del 30, antes y después de la ruptura del Partido Socialista, concomitante a su afiliación a la Tercera Internacional?


A. C. La división del Partido Socialista sucedió mucho antes de lo de la Tercera Internacional. Nosotros no sabíamos nada de aquello. Los tres del verdadero “Grupo de Guayaquil” se hicieron comunistas porque en aquella ciudad estaba la mayoría de ese sector. Nosotros nos hicimos socialistas porque el doctor Benjamín estaba organizando el Partido Socialista.


D. C. ¿Cómo se dio ese proceso organizativo?


A. C. Bueno, el Partido Socialista estaba recién refundándose y se preparaba su Primer Congreso. Estaban ahí to­dos los intelectuales que tenían algún valor en la nueva lite­ratura: Jorge Reyes, Pablo Palacio, Miguel Ángel Zambrano. La ubicación política se daba por la localidad en donde nos encontrábamos. Si hubiesen estado aquí Joaquín y los de­más, entonces ellos habrían sido socialistas.


D. C. ¿Qué puede decirnos del ambiente cultural, para po­ner un ejemplo el grupo Elan, al cual usted se vin­cula?


A. C. Que era un grupo diferente al mío. Las familias eran más o menos como las nuestras. La mía era una familia de intelectuales desde la Colonia. Loja ha sido una ciudad intelectual, lo mismo que Cuenca. Nosotros éramos completa y absolutamente civilizados, y si se quiere, tan provincianos como los de Quito. Yo vine a la casa de mi tío, que era como la capital intelectual de la ciudad, de modo que conocí a los artistas y escritores inmediatamente; nos hicimos amigos, me protegían y me querían. Por esa época yo era buen muchacho, me portaba bien con todos y aprendía lo que ellos sabían.


D. C. ¿A qué se dedicaban ustedes?


A. C. Todos estábamos en la Universidad, eso era lógico. Había muy pocas facultades, de modo que creo que todos estudiábamos Derecho, porque la Medicina ya exigía lectura. Por ese entonces empezó a funcionar la Facultad de Filosofía y Letras, pero el doctor Velasco la mató por­que consideraba que era una fábrica de comunistas. En esos tiempos empezaron las primeras manifestacio­nes universitarias en las que todos fuimos héroes.



CREO SINCERAMENTE QUE ÉL FUE LO PEOR DE LO PEOR



D. C. ¿Usted alguna vez volvió a Loja por una larga tempo­rada?


A. C. Sí, yo me fui a Loja a raíz de la cantidad de huelgas y lo imposible que se volvió la vida por las protestas contra el gobierno del doctor Arroyo del Río. Esto fue en los años 42, 43 y comienzos del 44; allí se hizo la revolu­ción de mayo, completa, íntegra. Ahí está la historia, contada por mí, en un libro que publicó la Universidad de Guayaquil. En Loja nos planteamos si podíamos linchar al cuerpo de carabineros, después tratamos de ver si podíamos hacerlo con el gobernador, pero no, no pudimos.


D. C. En la revolución de mayo, conocida como “La Gloriosa”, hay una extraña unidad de todos los sectores: conservadores, liberales, socialistas y comunistas. ¿Cómo expli­carla después de tantos años?


A. C. Vea, “La Gloriosa” fue una reacción tardía a la derrota de 1941. “La Gloriosa” debió haber resultado si en este país las cosas fueran lógicas, pero la reacción nacional se produjo cuando ese régimen iba a continuar en el poder. Los verdaderos promotores de “La Gloriosa” fueron los comu­nistas, ellos fueron quienes realmente lucharon. Hacia afue­ra la jefatura era del doctor Francisco Arízaga, un liberal muy hacia la izquierda, y entre los personajes que partici­paron estuvieron Alfredo Pareja, elegido luego diputado; Ángel F. Rojas, elegido después contralor… Pedro Jorge Vera, más tarde Secretario de la Asamblea Constituyente. El doc­tor Velasco no figuraba, pero después los comunistas fueron en su busca y lo trajeron.


D. C. ¿Cómo se explica esa actitud?


A. C. Es que ellos creyeron que iban a poder controlar al doctor Velasco, ellos movieron y maniobraron todo; pero, tan pronto como el doctor Velasco estuvo arriba, los echó fuera.


D. C. ¿Qué evaluación puede hacer del doctor Velasco Ibarra?


A. C. Creo sinceramente que él fue lo peor de lo peor. El Ecuador perdió todo el tiempo que corrió detrás de él. Sí, un país necesita presidentes que sean hombres nor­males, que sepan claramente lo que quieren hacer. Ese es el caso, por ejemplo, que convierte en grandes presidentes a Leonidas Plaza, a Isidro Ayora, a Galo Plaza, eran personas que sabían exactamente lo que iban a hacer, y por eso es que ocupan en la historia un sitio preciso, ordenado, crea­dor; no se necesita absolutamente ser un genio o un super­hombre. Yo estoy convencido de que el doctor Velasco era un ser excepcional, superior a todos, en el sentido de que podía meterse al Ecuador en el bolsillo… pero el doctor nun­ca supo lo qué quería hacer. Lanzó sobre el Ecuador un océano de palabras nunca visto, y en ese océano nos ahoga­mos todos. El Ecuador estuvo detenido todo ese tiempo. Ahora para pensar en él, y querer sacar algo positivo, sus partidarios tienen que romperse la cabeza buscando algo de orden, alguna dirección, algún propósito determinado. Eso es lo terrible. Por eso es que a mí me dan miedo esas borracheras del pueblo ecuatoriano. Yo creo que algún pa­rentesco directo hay entre Velasco Ibarra y el diablo.


D. C. ¿Cuál fue el clima en las organizaciones de izquierda luego del golpe de 1946?


A. C. Todos se pasaron a la oposición cuando el doctor Velasco los echó fuera. El echó al mismo tiempo a los comunistas con Alfredo Vera y a los socialistas con Alfonso Calderón que era ministro, y rompió por completo con la izquierda. Ya se pueden imaginar lo que pasó: todos tenían la seguridad de que habían conquistado el poder —lo habían conquistado realmente— y se lo entregan a un hombre en el que tenían una absoluta confianza, pero ese hombre los echa.


D. C. Qué cosa tan curiosa e ingenua…, pues si no estamos equivocados, era conocida la posición ideológica del doctor Velasco como editorialista de El Comercio, don­de firmaba con el pseudónimo de “Labriole”.


A. C. Pero es que ellos durante el destierro habían llegado a ponerse totalmente velasquistas... El doctor Velas­co era un comediante maravilloso. Podía hacer creer a cual­quiera lo que él quería. El doctor Velasco era superior a to­dos; por eso es que él manejó como quiso las oportunidades para subir al poder. Lo que ocurría era que cuando estaba en el poder, no sabía gobernar y terminaba, pues...


D. C. Como en el 47.


A. C. Como en todas las ocasiones, en todas, en todas.


D. C. Con excepción del gobierno de la década del 50.


A. C. Exactamente.


D. C. ¿A qué atribuye usted la estabilidad de la década del 50?


A. C. El gobierno de Ponce y el gobierno de Plaza, que cumplieron sus períodos completos, no tuvieron la tenta­ción de la dictadura, que era lo que hacía caer al doctor Velasco. Las dictaduras, en el caso del doctor Velasco, siempre terminaban siendo elegidas por él, porque creía que las constituciones siempre resultaban insuficientes, la sujeción a leyes, una...


D. C. ¿Personalidad institucionalista como la de Camilo Ponce o Galo Plaza?


A. C. No, ellos eran presidentes, eran gente común. El doc­tor no era gente común. El presidente tiene que ser gente común. Si hay un tipo genial, no dura, se va, bueno…



Alejandro Carrión entra a la Cárcel Municipal a cumplir una sentencia durante el tercer velasquismo  (c. 1955).



MI TÍO BENJAMÍN… MUCHOS HAN APROVECHADO SU NOMBRE



D. C. En la década de los 40, no es posible establecer un momento de estallido de la cultura, pero sí momentos institucionales, por ejemplo la Casa de la Cultura. ¿Cómo fue su fundación?


A. C. Lo de la Casa de la Cultura fue así: yo estuve un día de visita donde mi tío Benjamín, que vivía en ese en­tonces en una casa frente al Colegio Mejía, que se la hizo con Gonzalo Calderón y posteriormente se la vendió al padre Crespo Toral, una casa de cuatro o cinco aparta­mentos, y lo encontré con Jorge Reyes, discutiendo la for­ma de apoderarse del “Instituto Cultural Ecuatoriano” creado por el doctor Arroyo. Ese instituto, tal como lo creó el doctor Arroyo, tenía las mismas intenciones que la Casa de la Cultura, pero debía ser manejado por los ex-presidentes de la República, por los ex-presidentes de la Corte Su­prema de Justicia y por los académicos de la lengua: como son los casos de, por ejemplo, don Jacinto Jijón y Caamaño, el padre Aurelio Espinosa Pólit, don Isaac J. Barrera, perso­najes que para el doctor Velasco eran casi sagrados. Había que convencerlo, al doctor Velasco, de que esos personajes no serían tocados, de que se mantendrían dentro de la Jun­ta General, y de que probablemente les gustaría mucho la transformación porque seguramente ellos se hallaban muy molestos de pertenecer a una institución que teniendo mu­chos recursos no hacía nada. Empezó, pues, el tremendo palan­queo, nuestro arte nacional, para conseguir convencer al doctor de que se debía hacer la Casa. Se dio todas las vueltas posibles y fuimos a dar inclusive con don Segundo Luis Moreno, el músico que tocaba piano a cuatro manos con la señora Corina; don Segundo convenció a la señora Corina, y ella ayudó decididamente. Al final, el 9 de agosto conseguimos convencerlo al doctor Velasco, quien firmó el decreto. Pero entonces pasó la desgracia; la desgracia fue que en la primera reunión de la Asamblea, algún diputado presentó la moción, que fue aprobada por todos, de que no eran válidos los decretos dados por el doctor Velasco desde el primero de agosto... Y ahí nos quedamos fregados, por­que entonces nos tocaba enfrentarnos a la Asamblea Constituyente y convencerla de todo.


D. C. ¿Y tenían el apoyo necesario para crear consenso en la Asamblea?


A. C. A eso nos fuimos, pues. Nos fuimos, y ese sí que fue un trabajo colosal. Allí tuvo una importancia decisi­va el doctor Arízaga Luque que era el Presidente de la Asamblea; Manuel Agustín Aguirre, que estaba de Vicepre­sidente; Antonio José Borja, que estaba de segundo vicepre­sidente; hasta llegar a los chiquitos como yo —que actuaba de Prosecretario en esos momentos— y al final conseguimos la mayoría. Después de un mes y medio: hubo que embo­rracharse bastante fuerte con una serie de diputados, pues no había otra forma de convencerlos; se debía usar toda clase de argumentos, desde el razonamiento hasta el trago y al final se consiguió. Entonces se estableció la Casa y empe­zamos a trabajar, trabajamos muy duro. Yo fui nombrado Director del Departamento Editorial e hicimos algunas co­sas buenas.


D. C. ¿Cómo era Benjamín Carrión?


A. C. Mi tío Benjamín..., pues, muchos han aprovechado su nombre, hay propietarios de él por todas partes. Carrión era típicamente un gran hombre, tenía un amor ex­traordinario por la cultura, una especie de mística, de vo­cación por ella, y en realidad hizo todo lo que pudo. Yo creo que si existe otra vida y si está ahí alguien, él debe es­tar contento de sí mismo: creo que él logró realizar casi to­do lo que quiso. Era un hombre fundamentalmente alegre, cordial, bondadoso, aunque era un poco, cómo digamos, tornadizo: no siempre sus favoritos permanecían mucho tiempo en el reino de su simpatía. Pero, en cambio, todas las cosas que él quiso hacer las hizo con una constancia…, y co­mo tenía una simpatía personal casi inagotable, pudo ro­dearse de gente que le decía muy fácilmente que sí siem­pre. Desde luego, también tuvo muchos enemigos y los tie­ne todavía, pero es indudable que una personalidad de ese tipo y de esa clase, tenga su lado negativo: gente que no lo comprende o que por comprenderlo se resiste.

Benjamín Carrión, Alejandro Carrión y  otras figuras intelectuales de  la época, c. 1954.  Archivo del BCE.



LA CALLE Y “JUAN SIN CIELO”



D. C. ¿Cuándo aparece “Juan sin Cielo”?


A. C. “Juan sin Cielo” aparece en el reino del señor Galito.


Lo que pasó fue que yo había tenido una pelea con los del Grupo América, porque ellos hicieron una antología de la poesía ecuatoriana, especialmente Augusto Arias y An­tonio Montalvo, y yo me pongo a ver esa antología y me di­go: “aquí tiene que estar Arroyo del Río”, quien era poeta, y poeta épico a todo dar… y con gran sorpresa encuentro que, habiendo sido estos señores arroyistas entusiastas, Arro­yo no estaba. Entonces, la cosa me pareció espantosa. Yo los denuncié, y bueno, se dio la pelea.


Estos señores se que­daron bravísimos, y durante el tiempo que estuvo de presi­dente Benjamín para mí no hubo ningún problema, pero después lo nombraron presidente al doctor Pío Jaramillo Alvarado. El doctor Pío, un día —yo estaba recién casado me dice: “Oiga, don Alejandrito, ¿qué tiempo no se ha ido usted a Loja?”. Yo digo: “Creo que no me he ido unos tres años, dos años”. Y me dice: “¿Oiga, no quisiera irse?”. Le digo: “Encantado”. Me dice: “Le doy dos mesesitos de licencia”. Me pareció perfecto, nos fuimos. Estábamos allá muy bien, dejándonos agasajar por los amigos y los parientes, cuando me llega una carta que decía simple y sencillamente que me agradecería mucho que le mande la renuncia, por­que los señores del grupo América quieren trabajar con la Casa de la Cultura, pero que encuentran el obstáculo de mi persona… Bueno, pues, iba a nacer mi hijo Leonardo, no hubo más remedio que renunciar.


Cuando a uno ya le man­dan de un lugar, eso es lo que hay que hacer… no hay que tratar de quedarse. De manera que me fui, y claro, no tenía un centavo.


La cosa estaba fea, pero tuve la suerte de ser amigo de un hombre extraordinario, terriblemente inteli­gente, y de una simpatía arrolladora: Gabriel Pino de Icaza, autor de la única biografía de Gonzalo Pizarro que yo co­nozco, y notable profesor de Derecho Territorial, que estaba aquí de jefe principal de la Cancillería, y que era mi amigo predilecto para emborracharme. Me dijo: “¿Por qué no te dedicas a escribir para el periódico [El Universo]? Yo soy muy amigo de Ismael Pérez Castro, yo te consigo que entres”. Y así fue. Él habló con ellos, y quedamos en que yo iba a escribir. Se hizo un contrato de prueba de tres meses, tres artículos semanales, y según la teoría de don Ismael, la libertad del es­critor, del periodista, especialmente del periodista político, se ejercía cuando el periodista firmaba con seudónimo, lo cual es completa y absolutamente falso, porque si el periodista se distingue en algo, después de un mes ya todo el mundo sabe quién está detrás del seudónimo. Había que ponerle un nombre a la columna, entonces yo le puse a la columna el título de “Esta vida de Quito”, tomado de un poema de Arturo Borja, y el nombre de “Juan sin Cielo” se me ocurrió del siguiente modo: cuando una persona está apurada para firmar una cosa con seudónimo pone “Juan sin Tierra”; bueno, yo me dije hay que poner lo contrario, y me puse “Juan sin Cielo”. Después, cuando vino Jorge Carre­ra Andrade con su gran poema, había gente que incluso creía que me lo había escrito a mí, lo cual era una barbari­dad… pero no, nunca hubo relación entre él y mi seudónimo.


Los primeros artículos despertaron un entusiasmo muy grande, porque hasta entonces la gente no escribía con tin­ta sino con cemento armado y los periódicos eran pesadísimos. Yo empecé a escribir, mejor dicho a hablar, no a escri­bir, y a meter ahí toda clase de malacrianzas, insolencias, contra todo lo que la gente había tenido de respetable, y cuando era necesario además se inventaban palabras, y a algunas personas que llevaban el nombre equivocado se les descubría el verdadero…


D. C. Con un poco de imaginación…


A. C. Es cosa de intuición más que imaginación. Lo cierto es que antes de que se cumpla el mes, había venido acá el señor Jorge García Cornejo, que era el director del periódico a hacerme un negocio: que escribiese todos los días recibiendo cincuenta sucres por artículo. Pude ya vivir cómodamente, con cincuenta sucres alcanzaba bien. De ma­nera que desde esa ocasión hasta ahora, yo he vivido exclu­sivamente de lo que escribo.


D. C. ¿Cuáles eran las circunstancias que rodean a la revis­ta La Calle? ¿Cómo la pensó usted?


A. C. Lo que pasa es que dos amigos míos muy buenos, Luis y Eduardo Albán, hermanos, van un día y me di­cen: nosotros tenemos un poco de plata, saquemos una re­vista. Yo en ese entonces estaba en el máximo de la popularidad, no creo que haya habido nadie más popular, ni Velas­co Ibarra, porque me había acabado de pasar el incidente ese de los “pichirilos”, y toda la gente estaba muy interesa­da en lo que ocurría. Discutimos, discutimos y en realidad llegamos a la conclusión de que la revista era buena y yo le puse el nombre La Calle… y bueno, nos lanzamos.


La re­vista tuvo un éxito terrible, sin par. Pedro Jorge [Vera] y algunos otros amigos empezaron a entrar poco a poco a la revista. Conseguimos una “offset” que estaba llena de cucarachas en un sótano del Banco La Previsora. Otto Arosemena, mi gran amigo que era abogado de esa institución, consiguió que nos la vendieran en 75.000 sucres. Era un equipo com­pleto, con fotograbado y dos prensas, y todo lo necesario. Ese taller histórico fue a parar en el Seguro [Social] porque La Calle murió de la forma más curiosa: por un lado, la circulación crecía, y por otro los anuncios comerciales decrecían. Na­die quería pelearse con el gobierno. Se iba creando una mon­taña de deudas porque, en un periódico o revista, la circulación da para pagar el papel y lo demás tiene que pagarse con los anuncios. Pero antes de esa hubo [otra] grave crisis. Cuando se dieron las elecciones hubo varios candidatos: el doctor Velasco, Galo Plaza y Antonio Parra. Yo me fui con Galo Plaza, tuvimos una crisis en la revista y hubo que pa­garle a Pedro Jorge Vera una a cantidad grande de dinero para que desaparezca: costó 20.000 sucres; él se llevó consigo otras personitas chicas y reporteros para hacer la revis­ta Mañana.

Esta Vida de Quito por Juan sin Cielo, El Universo, Guayaquil.



“MIL POR MIL BURGUÉS”



D. C. La ruptura del Partido Socialista, ¿es una ruptura en la que no existe discusión ideológica, sino intereses muy particulares de grupos?


A. C. ¿Cuándo, cuándo?


D. C. Cuando lo de [Galo] Plaza, en su segunda candidatura, no en su primera...


A. C. Bueno, lo que pasa es que no estaban seguros. La candidatura “Parra-Carrión Revolución” aparecía como una candidatura imposible, todos nos dimos cuenta de eso. Yo tuve una situación muy difícil porque mi tío estaba muy entusiasmado con su triunfo, de manera que yo lo vi­sité con dos amigos íntimos de él: Alfredo Pareja y César Palacios. Nos pasamos un día entero, merendamos con él, tratando de mostrarle que la candidatura era imposible, ab­soluta y totalmente imposible, y que él tenía una visión falsa de la candidatura. Él decía, por ejemplo: “cada estudiante tie­ne padres, hermanos, hermanas”… hacía la cuenta respecto de la Federación de Trabajadores y, claro, resultaba que en esos cálculos había más votos que los registrados en el registro electoral.


D. C. También se daba por descontado el apoyo electoral del C.F.P.


A. C. Claro, estaban seguros de que Guevara les daba votos, y la votación fue tan pequeña que igualó a la votación que tuvo Julio Moreno como alcalde en Quito. Pero, claro, era un error terrible: no sé por qué se lanzaron. Además, a los que vivíamos en Quito, nos parecía que si se iba a hacer una candidatura presidencial, el candidato debía ser Benja­mín. En Guayaquil, probablemente, el doctor Parra tenía al­guna presencia, pero aquí en Quito, no tenía ninguna. Sim­ple y llanamente, para nosotros era “Nadie” el doctor Parra.


D. C. De ahí que se lo recuerde como el “presidente del vicepresidente”.


A. C. Es que era así la cosa. Nos parecía absurdo, nos pare­cía sin pies ni cabeza el hecho de que Benjamín no es­tuviera como candidato a la presidencia… pero claro, la trai­ción de Guevara liquidó el asunto. Supongamos que Benja­mín hubiera tenido una muy alta votación o supongamos que hubiera llegado a ganar: eso era una catástrofe, algo tre­mendo. Sobre todo porque esa era [la candidatura socialista] la típica organización clientelista, ese es el ejemplo exacto. ¿Cómo hubiera podido durar eso, Benjamín, con el doctor Parra, un hombre tan independiente en su personalidad?


D. C. Volviendo a lo cultural, ¿cómo evaluar la literatura producida en las décadas del 40 y del 50?


A. C. ¿Qué literatura es esa?


D. C. Movimientos generacionales pertenecientes a estas décadas, como el de los “tzánzicos”, sostienen al respec­to que no hubo una producción literaria específica.


A. C. Tal vez sea así. Yo no he seguido atentamente ese proceso, lo digo sinceramente. Al parecer por las declaraciones del señor Cueva en la revista Difusión Cultural, así habrá sido. Creo que si los mismos habitantes literarios del Ecuador piensan de esa manera, es probable que tengan razón.


D. C. Usted ha participado por cerca de cuarenta años en la cultura del país, y ha sido uno de los fundadores de la Casa de la Cultura, ¿cómo percibe lo que ha ocurrido en nuestra cultura? ¿Cómo ubicar lo que está pasando?


A. C. Yo no sé lo que está pasando, pero la institución en un principio tuvo muchas dificultades para vivir. Toda la derecha literaria y política se lanzaba a destruirla. Poste­riormente, la Casa, que realmente era una organización com­pletamente pluralista, poco a poco, a mi modo de ver, se fue consolidando hacia la izquierda.


D. C. ¿Cómo se explica este desplazamiento?


A. C. Bueno, en este país se han ido poco a poco entregan­do cosas a determinados sectores, que así se han que­dado tranquilos y contentos. La izquierda se ha quedado tranquila y contenta con las universidades y la Casa de la Cultura, ya no molesta ni nada. Ahí viven, ahí tienen em­pleo, ahí se reproducen. Entonces, el fenómeno es ese. Ha sido el precio para que esa gente no moleste, eso me parece que es lo que ha pasado.


El nombre mío no hay riesgo alguno de que salga, pues está prohibido en Letras del Ecuador y no sale. Inclusive para los aniversarios y todo eso, teniendo en cuenta de que yo la fundé, la levanté, y mantuve durante años; quizás podría ser indispensable para cualquier documento pero no lo soy, soy un nombre prohibido.


D. C. En el caso de que se hiciera un itinerario de la revis­ta Letras, sería indispensable mencionarlo, del mismo modo que en el caso de Arroyo del Río con la antología poética.


A. C. Claro, yo puedo ser un monstruo, pero los monstruos también somos mencionables.


D. C. A propósito, ¿cómo podría ser entendida su posición?

Porque en sus comienzos es usted muy radical —La Calle no puede ser más radical—, y hoy es un ejemplo de moderación, virtud y ponderación, por no decir conservadorismo.


A. C. Claro, claro, claro… Ese es el camino normal.


D. C. ¿Un ciclo natural?


A. C. Un ciclo natural. Por otro lado, es también el regreso natural a la clase de la cual uno ha salido. Yo soy un burgués, cien por cien, mil por mil burgués. Además la burguesía me parece una cosa maravillosa, la mejor de todas las invenciones de la humanidad y así como me parece a mí, le parece al noventa y nueve por ciento de la gente. Hay otros tantos que son total y absolutamente burgueses, pero que odian a la burguesía. Todos los señores que dirigen partidos políticos, todos son total y absolutamente burgueses, lo mismo los escritores, pero eso ya es la apariencia. Hay per­sonas a las que la apariencia no nos incumbe. Entonces, es natural, yo voy regresando paulatinamente. Si de muchacho estaba en la guerra, armando ahí toda la cosa, estaba contento con eso, era una gran aventura, me estaba divir­tiendo en grande, luego, precisamente cuando me distancié con Pedro Jorge Vera —que fue una gran idea—, fui regre­sando poco a poco al mundo en el que yo había nacido, en el que me había educado, y ahí sigo. Soy un hombre moderno, un hombre que vivo de acuerdo con mi tiempo, me doy cuenta de todos los problemas, los enfoco hones­tamente, racionalmente, no hago en mi vida una sola mentira. Todo lo mío es claro como el sol, yo estoy dirigiéndome a una vejez feliz.


D. C. ¿Cuál es su opinión acerca de la literatura ecuatoriana contemporánea?


A. C. Hace mucho tiempo que no he leído ningún libro. Se­ría un bruto si me pusiera a hablar de eso.


D. C. ¿No los lee porque los encuentra deficientes…?


A. C. No, no, no, por pura pereza mental. Yo ya llegué a mi límite; no pienso escribir sobre ellos, y no tengo ma­yor interés en lo que hagan. Hay personas que dicen tener una curiosidad infinita —Alfredo Pareja, por ejemplo—; para ellos sí es necesario estar atento a cualquier muchacho que escribe, para ver si puede servir o no, conocer los movimien­tos que van surgiendo, las dificultades que les toca ir atra­vesando, y todo eso… yo digo sinceramente que ya no ten­go tiempo, yo no pienso vivir más de diez años, ya no es época de derrochar mi tiempo.


Los monstruos también somos mencionables

“ ”

© Familia Carrión Eguiguren, 2015


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