En sus propias palabras… Vida

Diario íntimo (5)

A Eduardo Kingman, en previsión de que no pudiésemos preparar comida por la tarde, le dio por hablar únicamente de platos exquisitos. Buen pintor con la brocha, lo era también con la palabra y nos hacía […]

Hay días que no se pueden olvidar. El 28 de noviembre fue uno de ellos. Mi hermano Carlos Enrique, entonces estudiante del Mejía, y yo, universitario, fuimos (era sábado) a almorzar en casa de doña Rosita Riofrío, para luego ir al Colegio de Rumipamba, donde estudiaba interna nuestra hermana Adrianita, a “sacarla” para que pasara el fin de semana en casa de nuestra tía Vicenta, en la calle Imbabura. Esperábamos irnos con la querida muchacha al cine y comer con ella en casa de nuestros tíos. No presentíamos que cosa enorme estaba por pasar. Almorzamos con doña Rosita y sus hijos Eduardo y Nico Kingman, charlando hasta por los codos. Se comía muy bien en esa casa y había abundante cerveza, pues Pubi Vorbeck, el yerno, mandaba por lo menos una jaba para cada dos días –era condueño de la Cervecería Victoria—. Al terminar el almuerzo, cuando saboreábamos el buen café, que le enviaba a doña Rosita desde Loja su sobrina María Antonia Eguiguren, oímos algo muy parecido a un trueno, lo que nos extrañó, pues era un ejemplar día de sol quiteño. Luego, otro y otro y otro trueno. Y enseguida, un tableteo graneado: ¡bala! Saltamos como un resorte y salimos a averiguar. Allí, con nosotros –es decir en la misma inmensa casa, sobre la Basílica en construcción, es decir en la cumbre de la loma de S. Juan, propiedad del escribano Paredes–, vivía éste con su esposa y tres hijas solteras, una de ellas la pintora Piedad Paredes, en ese entonces objeto del amor del poeta Ignacio Lasso; el doctor Manuel Agustín Aguirre, por entonces solamente poeta, aún no el patriarca comunista, con su esposa María Teresa Borrero y algunos niños; y un señor Ormaza, hermano del doctor Gregorio, con su familia: estos tres –doña Rosita, el doctor Aguirre y el señor Ormaza— ocupaban los departamentos de la parte baja con derecho al hermoso jardín lleno de árboles; el señor Paredes con los suyos vivían en la parte alta, con derecho a las hermosas terrazas.



Un instante después ya estaban con nosotros el doctor Aguirre y su clan y de una rápida excursión por el barrio, especialmente donde los buitres, o sea donde Gustavo Ramírez Pérez (a) el buitre y su mujer la poetisa Aurora Estrada y Ayala, que con su prole vivían al frente, sacamos en limpio que lo que había era una insurrección de la artillería que tenía su cuartel en la calle Montufar –“la Tarqui”— contra el gobierno del Ing. Federico Páez, un gobierno del cual estaba la gente hasta la coronilla. Doña Rosita dio ordenes: de su experiencia de juventud, cuando las guerras liberales, sabía que era preciso poner los colchones contra las ventanas. Todos los colchones cambiaron, pues, de posición. Seguían disparando y, de pronto, oímos algo que no nos gustó: desde nuestra casa disparaban. ¿Qué pasaba? Bueno: en los cuatro días se vio algo que produce un escalofrío: esta gente de Quito, tan gentil, tan cortés, cuando comienza una balacera de larga duración, se da a matar por su cuenta. Desde los balcones, gente habitualmente incapaz de matar una mosca, comienza a disparar, cazando transeúntes. Un fenómeno que a gritos pide un estudio. Sale la fiera del pozo donde la tienen guardada. Y, pues, la fiera había salido: alguien desde la casa, disparaba. Puesto que los Paredes estaban arriba y en el departamento de doña Rosita estábamos el resto de habitantes, menos los Ormaza, eran éstos los que disparaban, mejor dicho, era el señor Ormaza, puesto que su mujer y las dos niñas no iban a ser. “Esto va a traer disgustos”, dijo doña Rosita. Y así fue. No pasó un cuarto de hora cuando oímos en el corredor caminar muchas gentes y enseguida golpearon con fuerza –y al parecer, con algo metálico— la puerta de nuestro departamento. Abrimos: unos cincuenta soldados llenaban el corredor.



Un joven oficial habló, pistola en mano. “Desde esta casa se está disparando. Otros piquetes registran los demás departamentos. Han matado ya dos personas desde esta casa. Todos ustedes pónganse en fila contra la pared, con las manos sobre la cabeza”. Lo hicimos, a regaña dientes. Entonces destriparon los hermosos colchones, que cuidaban nuestras vidas. Nos volvieron los bolsillos al revés, registraron a las mujeres, no dejaron un rincón sin voltearlo. Satisfechos, dijeron: “No son ustedes”. Cuando salían, vimos venir al señor Ormaza, muy pálido. “En poder de este hombre se ha encontrado una pistola”. El preso no respondía. Salieron llevándoselo. Supusimos que lo fusilarían. “Le está bien empleado, por criminal”, sentenció doña Rosita. Pero no: tres días después lo vimos aparecer, pálido y fantasmal. Nos daba tanto recelo el hombre, que ni por cortesía nos acercamos a preguntarle qué diablos le pasaba. He olvidado decir que Carlos Enrique y yo vivíamos en la casa del entonces poeta (o que creía serlo) Jorge I. Guerrero, en la calle Montufar, precisamente a un cuarto de cuadra del cuartel insurrecto, pero teníamos un arreglo para almorzar y merendar por lo menos la mitad de la semana en casa de doña Rosita.



Cuando salieron los militares y se dispusieron a instalarse en el jardín, donde colocaron tres ametralladoras y un pequeño cañón, para disparar desde allí contra el Regimiento Tarqui, utilizando la hermosa colina de S. Juan, dejando a doña Rosita en compañía del doctor Aguirre y los suyos, nos subimos al departamento del señor Paredes, a hacerles compañía a las tres niñas. No estaban lo suficientemente asustadas, como nosotros lo queríamos, para poder consolarlas, pero de todos modos pasamos la tarde agradablemente, probando un escondite que permitía ponernos todos muy apretados los unos a los otros. No se podía salir, porque el tiroteo era fuerte y las balas comenzaban a llover sobre la casa, ya que desde ella hacían blanco sobre el cuartel. La señora de Paredes se dio modos a llevar una botella de buen coñac y con ella consolamos parte de nuestros afanes. A Eduardo Kingman, en previsión de que no pudiésemos preparar comida por la tarde, le dio por hablar únicamente de platos exquisitos. Buen pintor con la brocha, lo era también con la palabra y nos hacía […]


[Inconcluso]


28.XI.68

Inédito. Inconcluso. PDF [ABRIR] Alejandro Carrión (1968)

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